Había una vez una cabra y un carnero, en compañía de un respetable gorrino, que montados en un carro se dirigían a la feria. Claro que no iban a divertirse, no les llevaban para que vieran los títeres de la plaza, sino que, según cuenta la leyenda, iban a venderlos.

Chillaba el cerdo por el camino sin parar, unos gritos como para dejar sorda a la gente. Los otros animales se asombraban con sus gritos ya que por su parte no veían ningún mal en el viaje.

Entonces el carnero dijo al cerdo:

– ¿Por qué te quejas de ese modo? ¡Nos aturdes a todos con tus gritos!¿No te puedes estar callado? Estos dos animales, más decentes que tú, deberían de servirte de lección, o por lo menos para callarte. Mira ese carnero ¿ha dicho una sola palabra? No, porque es discreto.

– Es un necio – replicó el cerdo-. Si supiera lo que le aguarda, como yo, gritaría con toda la fuerza de su garganta. Y el otro haría lo mismo que yo. Piensan que solo van a descargarlos: a la cabra de su leche y al carnero de su lana. Ignoro si tienen razón; en cuanto a mí, que solo sirvo para jamón, mi muerte es bien segura. ¡Adiós mi casa y mi techo!

Razonaba el cerdo sutilmente; pero ¿de qué le servía? Cuando el mal es inevitable, ni la queja ni el temor cambian el destino, y el menos previsor resulta el más discreto.

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