En la pequeña escuela rural había una vieja estufa de carbón muy antigua. Un niño tenía asignada la tarea de llegar al colegio temprano todos los días para encender el fuego y calentar la clase antes de que llegara su profesora y sus compañeros.
Una mañana, con 8 años, sufrió un grave accidente al incendiarse la escuela junto a su hermano, de diez años que no sobrevivió. Sacaron al niño inconsciente con quemaduras graves en la mitad inferior de su cuerpo y lo llevaron urgente al hospital.
En su cama, el niño quemado y semi inconsciente, oía al médico que hablaba con su madre. Le decía que seguramente moriría pues el fuego había destruido la parte inferior de su cuerpo. Pero el niño no quería morir. Decidió que sobreviviría. Y de alguna manera, para gran sorpresa del médico, el niño sobrevivió.
Una vez superado el peligro de muerte, volvió a oír a su madre y al médico hablando. Dado que el fuego había dañado en gran manera las extremidades inferiores de su cuerpo, le decía el médico a la madre que estaba condenado a ser inválido toda la vida, sin la posibilidad de usar sus piernas. Una vez más el niño tomó una decisión. No sería un inválido. Caminaría. Pero desgraciadamente, de la cintura para abajo, no tenía capacidad motriz. Sus delgadas piernas colgaban sin vida.
Le dieron de alta y todos los días, su madre le masajeaba las piernas, pero no había sensación, ni control, nada.
Una mañana soleada, la madre lo llevó al patio para que tomara aire fresco. Ese día en lugar de quedarse sentado, se tiró de la silla. Se impulsó sobre el césped arrastrando las piernas. Llegó hasta el cerco que rodeaba el jardín de su casa. Con gran esfuerzo, se subió al cerco. Allí, poste por poste, empezó a avanzar por el cerco, decidido a caminar.
Empezó a hacer lo mismo todos los días hasta que hizo una pequeña huella junto al cerco. Nada quería más que darle vida a esas dos piernas y con el tiempo desarrolló la capacidad: primero de pararse, luego caminar tambaleándose y finalmente caminar solo y después correr.
Empezó a ir caminando al colegio, después corriendo, por el simple placer de correr. Más adelante, en la universidad, formó parte del equipo de carrera sobre pista. Y más tarde, en el Madison Square Garden, este joven que no tenía esperanzas de sobrevivir, que nunca caminaría, que nunca tendría la posibilidad de correr, este joven llamado Glenn Cunningham fue un corredor de fondo y atleta estadounidense considerado por muchos como el mejor corredor de una milla.
Cunningham marcó récords mundiales para la milla, los 800 metros y para los 1500 metros. Participó en los JJOO 1932 y 1936. En 1933 recibió el premio James E. Sullivan como el mejor deportista amateur en los Estados Unidos. Se retiró después que los Juegos Olímpicos de 1940 fueron cancelados.
Quizás conocierais su historia pero… Cuando el otro día leí la historia de este hombre me impresionó: todo un ejemplo de constancia, autocontrol y superación.