Hoy, día de Todos Los Santos, es un día en el que especialmente recordamos a todas aquellas personas (amigos, familiares, compañeros, seres queridos…) que han fallecido pero que siguen dentro de nuestro corazón.

Y aprovechando el día de hoy quería compartiros una reflexión.

Si hay una cosa absolutamente cierta en relación a la muerte es que todos vamos a morir. Lo único que no sabemos es cuando y cómo moriremos pero es algo que va a pasar. Y sin embargo evitamos hablar de ello porque queremos seguir viviendo, seguir con todos los que nos rodean y tan sólo pensarlo nos asusta, porque de alguna forma nos da miedo pensar en el momento en que la vida, tal y como la conocemos, llegue a su fin.

En mi caso, como todos sabéis, muy recientemente he vivido muy de cerca y muy intensamente un proceso que me obligó a conectar con la muerte de forma muy cercana al acompañar a Juan en los últimos meses de su vida. Un camino lleno de mucho dolor pero también de mucho amor y mucha reflexión que me fue transformando poco a poco.

Un proceso que me hizo ser consciente, no solo de la fragilidad de la existencia, sino también de la necesidad de incorporarla en mi vida, de priorizar y de tomar decisiones sabiendo que puede llegar en cualquier momento. Para que así, cuando llegue, que ojalá sea dentro de muchos años, no me pille desprevenida, ni con demasiadas cosas pendientes.

Un día hablando con Juan me dijo que la vida le había dado mucho más de lo que había imaginado o soñado, que había tenido una vida plena, que se sentía orgulloso de la familia que habíamos formado, pero que le hubiera gustado estar más tiempo.

Fue una reflexión que hizo en voz alta cuando ya sabía que el cáncer que tenía no tenía cura y que le quedaban meses. Fue una reflexión hecha con una serenidad y una paz como nunca lo había escuchado y que hizo que esos sentimientos me invadieran y me envolvieran a pesar de lo que estábamos viviendo.

Los días siguientes constantemente, esas palabras que me había dicho y que se habían quedado en mi cabeza volvían a mi. Y cuando esto ocurría, dejaba que la serenidad que me trasmitían me invadiera. No entendía el qué pero algo de ese momento, de ese día, de aquellas frases me atraía.

Al cabo de unas semanas entendí que me atraía la forma con la que él se estaba enfrentando a la muerte. Y entonces sentí que yo también quería eso. Que ese también tenía que ser mi objetivo: vivir plenamente y estar preparada para que cuando llegase pudiera sentir esa paz y trasmitir esa paz a los que me rodean.

Ojalá así sea.


Os dejo unos fragmentos de Montaigne sobre la impermanencia y la actitud ante la muerte:

“No hay lugar en la Tierra donde la muerte no pueda encontrarnos, por mucho que volvamos constantemente la cabeza en todas direcciones como si nos halláramos en una tierra extraña y sospechosa. […J Si hubiese alguna manera de resguardarse de los golpes de la muerte, no soy yo aquel que no lo haría. […] Pero es una locura pensar que se pueda conseguir eso.[…]

Los hombres vienen y van, trotan y danzan, y de la muerte ni una palabra. Todo muy bien. Sin embargo, cuando llega la muerte, a ellos, a sus esposas, sus hijos, sus amigos, y los sorprende desprevenidos, ¡qué tormentas de pasión no los abruman entonces, qué llantos, qué furor, qué desesperación! […]

Para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a la común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte. […] No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo.”